miércoles, 4 de agosto de 2010

Les trois petit cochons

Para Claude, aquí está mi tarea



Érase una vez un pueblo lleno de cochinitos de aquellos en los que Jesucristo dejó que entrasen los espíritus impuros, eran en realidad “impuros” porque no estaban completos, les faltaba el don divino del libre albedrío. Había en ese pueblo tres hermanos, que convivían en una sola casa. Ellos comenzaron a crecer y quisieron dejar de vivir juntos, tomar decisiones sin estar de acuerdo entre hermanos, hacer lo que les placía sin que el otro supiera de sus sentimientos, sus acciones, sus pensamientos; cada uno se hizo una pequeña y encantadora jaulita.

El primero de ellos era un científico que creía ser un romántico poeta, se construyó su casa con pasto seco, lodo y su propio excremento, siguiendo las instrucciones de manuales y la razón práctica.

El segundo era un sentimental que adivinaba cosas y tenía corazonadas todo el tiempo pero que hacía caso de su primer hermano, que daba explicaciones a todo; se construyó su casa de palitos recogidos del río y los que el mar había empujado a la orilla del bosque donde vivía, con la conveniencia de que el material estaba a la mano.

El tercero, el más grande, era un fuerte y viril cerdito que no conocía su fuerza porque a cada sensación le seguía el miedo, que no dejaba que la investigase. Éste se construyó su casa de ladrillos, para que nada entrase ni saliese de su hogar. En esta casa el cerdito que la habitaba tenía un fogón para poner un caldero enorme, donde cocinaba el alimento del pueblo entero, se ponía en éste la comida de todos cruda y al poco rato estaba cocida, con la señal del vapor que se elevaba en una columna hasta el cielo.

En sus casas, todos se iban a dormir soñando cómodos que eran reyes, que navegaban mares desconocidos como héroes conquistadores, que ayudaban a todos y en especial a su mamá. ¿Qué pasaba en realidad en este pueblo? Los cochinitos al despertar seguían pensando que tenían facultades tremendas y creaban más leyes que las naturales, complicándose su existencia, así fue como perdieron su libre albedrío, porque hicieron más reglas que las que naturalmente podían seguir; por ello sus miedos, sus desajustes, su grandilocuencia, su pereza.

En lo obscuro del bosque en pleno centro del pueblo, como una sombra, un gran lobo loco vivía. A veces se comía a los cerditos que raptaba del pueblo, pero casi siempre estaba al margen, evitando verlos y se sabía más de él por miedo, cuando aullaba por las noches porque no se le veía, sólo se hablaban de él mitos, cuentos fantásticos.

Los cerditos hacían mucho ruido todo el día y por las noches hacían fiesta, no paraban de osar por todos lados. Hacían desmanes no sólo en sus casas, sino que provocaban al lobo acercándose al bosque, porque no sólo le temían, sino que una curiosidad tremenda les picaba las pezuñas. Además hacían sus casas cada vez más cerca del bosque, que ya casi estaba en condiciones de ser llamado sólo arboleda. El lobo, que cada noche aullaba más y que cada día se veía más agredido por los cerditos, decidió que tiraría las casas de todos ellos y se los comería de una buena vez.

Al amanecer, el lobo saliendo de entre dos árboles muy altos divisó la casita del primer cochinito; la hecha de paja. Este que era el más pequeño y lento de todos los cochinitos vio al lobo pero se dio excusas diciendo que no podía ser posible, que eran sólo imaginerías. El lobo riendo asomó por la ventana y le dijo –termina de una vez con esto, pierdes tu tiempo, de un soplido tu casa caerá-. Y el cochinito, confundido, corrió fuera a una velocidad sorprendentemente lenta.

Por la tarde ya el lobo había caminado un buen tramo y vio la casa del segundo hermano. Éste asomaba entre los palos disparejos. Esta vez tiró la puerta del cochinito, el cual con la pezuña en el pecho y recargado contra una esquina de la casa, en posición de dramática sorpresa lo recibió. El lobo con aire de profeta y voz de trueno le dijo –soy el soplo divino, tiraré lo que no ha sido dispuesto que sea alzado, hay un solo creador, soy quien niega Babel-. El cochinito a punto del infarto corrió lejos y se perdió en el horizonte.

Por la noche el lobo llegó a casa del tercer cochinito, el cual no paraba de moverse dando vueltas al caldero poniendo y tirando líquido sin razón ni conciencia alguna. El lobo, que veía que estaban los tres ya encerrados en la misma casa, les dijo -ya que en realidad no aman el trabajo, porque no han formado morada duradera, ni quieren estar juntos, ni saber el uno del otro, tiraré esta casa donde se encierran-. Y el lobo atacó la casa con un poderoso aullido “¡AUM!”, pero vio que los tres estaban juntos, abrazados, que sabían el uno del otro. Entró por la chimenea envuelto en la columna de humo, fuego, agua y no se le vio más.

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