domingo, 8 de agosto de 2010

Ciertos efectos




Tirada ahí fluorescente encendida en un sarape chino la noté junto a la puerta de la iglesia. Tendría -no porque no recuerde, sino porque quisiera excusarse mi cabeza de mis observaciones vagas con el daño del sol o los reflejos coloridos de su ropa- sesenta años, cincuenta y en sus ojos nueve. Pequeña así envuelta como caracol vendía –mira, qué tal- petos de armadillos y caramelos de anís. Tentado por mi espíritu cucarachero quise darle un billete por su bolso de toche, pero me abstuvo la pena por el animal.

Adentro saboreaba los caramelos que sí le compré. La luz de la puerta era tal que no podía ver hacia fuera, el aire corría hacia la cúpula con un empuje fresco y potente. No desdoblé la bolsita de nylon completamente, ni quité la grapa que colgaba como una araña seca en su propia tela. Pensaba; “¿qué estaban pensando?” cuando hicieron todos aquellos murales pintados con revolución y religión. Pensaba en las pocas cosas que los académicos llaman Weltanschauung y al resto le dicen cosmología. Pensaba en las formas y colores del caramelo, ovoide y claro, un fondo blanco que es atravesado por meridianos rojos. Como corrientes de aire pasando por la cúpula. Gráficas y planos sobre el dulce. Columnas vitales atravesando un embrión. El huevo, pullus, el contenedor del sulfuro de los alquimistas.

Después de haberme imaginado royendo el acabado de oro del podio desde donde el padre predicaba, decidí que era suficiente elucubración y salí con los caramelos en la bolsa del pantalón.

En el autobús de regreso me senté en el asiento junto al conductor, traía mala cara y una torta mal mordida y apretada en papel higiénico. Para lavarme la emoción y el malestar me eché a la boca un caramelo de anís. Le mostré la bolsita al conductor y le puse uno en la mano, creí que su cambio de gesto fue por ver lo pegajosos que ya estaban después de dos horas y media de viaje en mis bolsillos. Dormí. No vi cuando lo comió.

Los viajeros apiñados en la puerta de salida del bus me golpearon las piernas varias veces, empujaron hasta que alguien inteligentemente haló de la palanca para abrirla. Estábamos apenas en Alchichica estacionados en el frío del desierto calcáreo entre unas redilas para camiones. En el piso de arriba del taller que hacía aquellas cajas un foquito de 90 watts iluminaba los quejidos de una pareja trambucando contra la pared. Los pasajeros callados y bien plantados en lo helado de la noche asomaban al espectáculo sonoro como peregrinos a la posada navideña. En el muro del taller -no advertí antes- de un pasillo veía salir al conductor abrazándose a la borreguera que vestía, tenía una sonrisa para sí y no nos veía, muy puesto caminaba hacia la laguna, alguien quiso reclamarle algo, pero el de junto le tomó la mano cuando ya la alzaba casi apuntando al cielo, como Juan. Algunos lo seguimos a la orilla más alta de la laguna, pero no hasta el agua de tan mala fama, porque no quisimos verlo zambullirse. Unas horas después ya abordábamos otro bus.

Sostenía frente a mí los caramelos blancos y rojos, unos y ceros. Diez. El todo y la nada. Dios en oposición al vacío. Yod, flama y mano que crea. Vesica Piscis contenedor universal. Verticalidad de la cruz y Ouroboros. Presente. Los caramelos de anís ya tenían aquella capa chiclosa pero conservaban su forma y sus líneas, se pegaban al plástico, cuando los saqué lamí después mis dedos. Hace unos quince años crecían en el patio pequeños arbustos de anís, eran duras sus ramas pero sus pequeñas hojas despegaban de ellas a mordidas gustosas, hasta que entumía mi boca con la planta. A pleno sol las buscaba, olían. Mi papá debió de encargarse de ellas con su fascinación por el corte de pastos como deporte. Aunque yo debí de ser quien las agotó, con mis consumos tan poco medidos y ansiosos.

En el trabajo puse los dulces en una taza verde junto con otros de café igual de pegostiosos. Sorprendentemente –para mí- vi que una maestra tomó uno de aquellos y lo guardó en su mano cerrándola, esa estampa me hizo reír un poco, me dio gusto. Y luego seguimos con nuestro día en el departamento, elucubrando entre bromas y a veces con petulancia.

-A ver, Pequebú- Me preguntaron-¿Cómo llega la verdad? ¿Haces algo o llega sola?

-La verdad está, ni siquiera llega. Si no tienes el poder para entenderla o la voluntad para aceptarla es tu problema.- Respondí.

A los pocos días veíamos en el periódico local –porque no vemos tele- que la maestra que había tomado el dulce se presentaría en un show de vedettes en Ibiza, en la foto de la publicidad la iluminaba un reflector rosa, estaba envuelta en una serpiente, brillos, plumas esponjadas y motas de algodón.

Ese día Ulises, de la administración, después de hacernos firmar algunos avisos tomó de la taza verde un dulce y se lo echó a la boca. La semana próxima presenciábamos por cable –porque ya veíamos tele- un nocaut magistral por Ulises desde Turquía.

Decidimos hacer un experimento y darle uno de los dulces a un alumno, le dimos también instrucciones sobre éste. Lo pegaría en la banca del maestro de matemáticas, nos contaría paso a paso cómo lo hizo y qué fue lo que vio. El lunes el joven alumno se estacionaba dentro de la escuela con un auto modificado para rally lleno de pegotes de patrocinadores; diarios, fast food, supermercados, teléfonos móviles, Pennzoil. El maestro de matemáticas partía al polo para salvar focas.

Entonces tomamos esa plasta enmielada y la untamos en todos los libros de la biblioteca, en la ventilación de los taxis, en las manos pegajosas del bebé de mi vecina, en la sopa, en la salsa de la cafetería, en los balones de fútbol, en los archiveros, en los baños, en moteles, en guantes de box, en desayunos continentales, en jabones, en papel de baño, en el Sanborns, en los teléfonos públicos, en cajeros automáticos, en carritos de súper, en cervezas, taquerías, bombas de gasolina, perros callejeros, ¡cartas sin remitente!

El viejo que nunca me saludaba recita poemas todo el día. El biólogo canta óperas enteras. Tenemos tres jugadores de liguilla entre los alumnos. Una es gerente de Levi’s. Otro vende motos. La encargada de evaluación doma dragones de Komodo. Otras se operaron atributos. Otras imitan artistas. Viajan a la India. Se comen medio pavo. Juegan a las canicas. Hablan con los muertos. Leen las cartas. ¡Tragan vidrio! Parece que a cada nueva envidia mi compañero se vuelve más bello.

En cuanto a mí, no veo efecto. Soy el buen Midas, los he transmutado en oro y no he podido hacer lo mismo conmigo.


Ilustración por LASO ©2010 http://artworkproject.com/profile/laso

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